Parece que no, pero es así. En los siete últimos años el mismo jugador en la final, Roger Federer, y poca variación en el rival más allá de Rafa Nadal y Andy Roddick, que ha aprovechado la ausencia del mallorquín. Se repite también la eliminación de un británico en semifinales. Parece que se repiten las cosas, o eso creemos. Sin embargo, Wimbledon ya no es el torneo de hierba. Ha perdido la esencia: la lluvia y el tiempo cambiante, los partidos maratonianos de varios días con interrupciones, y el contraste de jugadores de saque y volea frente a restadores. ¿La culpa? Dejando fuera a Federer y a los jugadores, del techo corredizo de la central y sus 117 millones de euros de coste.
Uno no puede sentirse orgulloso ante el despliegue de medios que supone ese techo que empieza a cubrir la pista central para proteger la hierba de la lluvia para que los partidos se puedan seguir jugando. Supone plegarse a los compromisos comerciales, a las televisiones, a quien manda hoy en día en el mundo del deporte. Y todo eso implica, que no importa la historia y la tradición, ni lo que supone jugar en Wimbledon. La cubierta cambia las cosas, hasta el punto de convertir en sauna una tarde nublada.
Al menos quedan las fresas, el público o la colina de Henman, allí donde los pocos pudientes pueden seguir los partidos de sus ídolos. A ellos la lluvia no les da respiro. Dinero y deporte, en desigual disputa. La esencia de las tradiciones y el peso de la historia de un torneo legendario. ¿Y todo para qué? Ahora a esperar que Federer entre en la historia y cumpla su sueño. La ausencia de Nadal le ha desbloqueado, no hay más secreto. Delante, en la última etapa, un americano que regresa, Roddick encomendado al espíritu de Connors. Pese a eso, la cubierta le ha hecho un flaco favor a la historia de este torneo.
Más entradas relacionadas en Sportyou.